Lo que ocasionó el fracaso de la campaña –pues hasta la fecha los recursos siguen limitados-, fue la falta de mesura en los demandantes. Según ellos, la cultura es la base del progreso para la sociedad moderna, el instrumento del respeto y la tolerancia. Pero fue sencillo desmentir su reclamo de escasez de fondos para este propósito, pues al releer el discurso en defensa de la inversión en humanidades, los diputados más despiertos (tres que tomaron café y uno que se había levantado al baño), notaron que los intelectuales afirmaban: “…todo es cultura, desde las obras más complejas de la literatura, hasta los alimentos que consumimos a diario”, luego entonces, los congresistas concluyeron que si se ha invertido en todo, todo es cultura y aún así somos un país inculto, la culpa del rezago la tiene la cultura y no el gobierno como cualquier despistado pudo haber pensado originalmente.
Uno a uno fueron cayendo todos los puntos que apoyaban la postura de los intelectuales y Agustín Carstens (Secretario de Hacienda y prueba viviente de que el comer y la cultura no están relacionados) se vio obligado a dar el visto bueno al presupuesto que restó 400 millones de pesos a las arcas del gremio intelectual en aquel año. Desde entonces el mandato Calderonista ha mantenido la consigna, sin grandes cambios en cuanto al apoyo destinado a las humanidades, nosotros aseguramos el bienestar del Gobierno -el único que tenemos y al que debemos cuidar- pues sin acceso a la cultura (responsable de forjar nuestra identidad) renunciamos a ciertas derechos que de cualquier forma jamás habríamos utilizado, como la discrepancia, el raciocinio o la asociación ciudadana y a cambio recibimos la telenovela de las ocho, el refrito de la niñera y barritas de pescado los martes y los jueves.
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